La tarde del 11 de agosto, en la comunidad de San Pablo Atlazalpan, municipio de Chalco, un grupo de hombres armados irrumpió en una vivienda con la intención de asesinar a un hombre presuntamente ligado al narcomenudeo. Al no encontrarlo, dispararon contra una niña de apenas 12 años, identificada como Dulce, quien murió en el acto. Su muerte, injusta y brutal, conmovió a todo el Estado de México y volvió a evidenciar la ferocidad con la que los cárteles imponen su dominio en las comunidades.
Tras varios días de investigaciones y operativos, la Fiscalía General de Justicia del Estado de México, en coordinación con fuerzas estatales y federales, detuvo a diez presuntos responsables del crimen, todos vinculados con una célula de La Familia Michoacana. Entre ellos se encuentran Francisco “N”, alias “El Bocho”, y Marco Antonio “N”, alias “El Búho”, arrestados después de que las autoridades localizaran el vehículo en el que escaparon tras el ataque. Días después, mediante cuatro operativos simultáneos, fueron capturados ocho integrantes más, incluido César Jair “N”, alias “El Güero”, señalado como coautor del homicidio y líder local de la banda.
De acuerdo con la Fiscalía, el asesinato de Dulce no fue un acto aislado ni un ajuste de cuentas personal, sino parte de una estrategia de terror ordenada por “El Abejorro”, identificado como el jefe criminal que aún se encuentra prófugo. Su objetivo era obligar a pequeños distribuidores de droga a alinearse bajo el control de la organización, enviando un mensaje de sometimiento mediante la violencia más despiadada.
Los diez detenidos fueron vinculados a proceso y se encuentran en prisión preventiva oficiosa, mientras se desarrolla la investigación complementaria con un plazo de tres meses fijado por el juez. El caso, sin embargo, va más allá de los números judiciales: ha dejado marcado a Chalco y ha encendido las alarmas sobre la manera en que los cárteles operan con una crueldad que arrasa con todo a su paso, incluso con la vida de una niña inocente.
El crimen de Dulce se convierte en símbolo de la indefensión ciudadana frente al crimen organizado. La exigencia social es clara: justicia pronta y efectiva, pero también un cambio de rumbo en las políticas de seguridad que, hasta ahora, han mostrado su incapacidad para frenar la expansión de grupos como La Familia Michoacana. Porque detrás de cada operativo y cada captura persiste una verdad dolorosa: la violencia sigue cobrándose la vida de los más vulnerables, mientras el Estado mexicano aún lucha por recuperar el control de sus propios territorios.