México consume publicidad racista… made in USA y los jueces, amigos del cartel.
Esto nunca se había visto. Anuncios antiinmigrantes, diseñados por el trumpismo más cavernario, transmitidos en México, en español, en horario estelar, durante partidos de fútbol. Una propaganda que criminaliza a migrantes, que los persigue simbólicamente, y que lo hace con toda la impunidad mediática que el neoliberalismo globalizado ha garantizado.
Kristi Noem, secretaria de Seguridad Nacional en el gabinete de Donald Trump, aparece en pantalla diciendo que van a "cazar" a los migrantes ilegales. ¿Y esto dónde lo vimos? ¿En Fox News? No. Lo vimos en Televisa. En TV Azteca. En nuestras casas. En nuestros dispositivos. En nuestro país.
Y entonces uno se pregunta: ¿El gobierno mexicano sabía? Si lo sabía y lo permitió, es grave. Pero si no lo sabía, es todavía peor. Porque entonces no estamos hablando solo de propaganda extranjera en territorio nacional, sino de la colonización efectiva de nuestras pantallas. Del apoderamiento de nuestra narrativa.
Pero más allá de la pregunta técnica, hay un mensaje político evidente: al trumpismo no le importa lo que México piense. Y lo ha dejado claro. Trump no negocia. Trump impone. Trump se entromete. Y lo hace sin pedir permiso.
Y lo peor no es la intromisión. Lo peor es el silencio. El oficialismo se escuda en la soberanía cuando le conviene, pero aquí no hubo nota diplomática, no hubo protesta en la OEA, no hubo siquiera un tweet presidencial. No fuera España porque hasta carta le mandamos para pedir que nos devuelvan el oro. Pero cuando Estados Unidos nos invade con anuncios racistas, mejor calladitos.
Ese doble rasero es el que desnuda la fragilidad de nuestra política exterior. Porque mientras nos llenamos la boca hablando de independencia, autodeterminación y respeto, en los hechos toleramos que un presidente extranjero use nuestros medios para hacer campaña con discurso de odio.
Este episodio revela varias cosas:
Primero, que nuestros marcos regulatorios están diseñados para la era del fax, no para un ecosistema de medios globalizados donde el dinero cruza fronteras a velocidad de clic.
Segundo, que fue un error desmontar el sistema “IFETEL” fue un grave error, y nuestras instituciones la SEGOB está dormida, rebasada o peor aún, alineadas.
Y tercero, que el nacionalismo mexicano sigue siendo selectivo. Nos indigna lo simbólico, pero aceptamos con naturalidad lo estructural.
Ahora la Presidencia anuncia que buscará regular este tipo de anuncios. Bien por la intención. Pero tarde. Porque no se trata solo de cambiar la ley, sino de enfrentar con dignidad a quien la viola. Y eso no se hace con reformas. Se hace con política exterior firme, con presión internacional y con una narrativa que no permita que el racismo se normalice, ni siquiera como parte de un bloque de anuncios.
México merece respeto. Y lo primero que debe hacer para obtenerlo, es respetarse a sí mismo. No se puede permitir que una potencia extranjera, con un mensaje que presume cazar migrantes como si fueran animales, venga a imponer su agenda de odio en nuestras propias transmisiones.
No se puede permitir que nuestra televisión, que debería ser un espacio nacional, se convierta en una franquicia del miedo.
No se puede permitir que el silencio diplomático sea la respuesta oficial ante una campaña de odio disfrazada de spot.
Porque si México no responde ahora, no es que seamos neutrales. Es que ya fuimos colonizados.
Por cierto, en pleno proceso de colonización institucional, el Poder Judicial atraviesa su propia cruzada, disfrazada de reforma, pero movida más por afanes de control que por principios de justicia. La declaración reciente del presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña —quien, con el gesto del tribuno radical, denunció la presencia de “narcoabogados” entre los aspirantes a jueces— no es sólo un exabrupto más, sino la confirmación de un diagnóstico que se pretendía ignorar: la transformación del poder sin el filtro de la ética ni el mérito. Porque al final, cuando el poder se impone sobre la razón, la palabra reforma se vacía de contenido y lo que queda es la institucionalización del error. Las señales están ahí, y quien no las vea, o está dentro del juego… o ha dejado de mirar.