Ni las cifras oficiales ni los discursos triunfalistas alcanzan a tapar la realidad: el huachicol sigue fluyendo como un negocio multimillonario que corroe las entrañas del país. Esta semana, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, reveló el decomiso de más de 15 millones de litros de combustible robado, un golpe que pone en evidencia que, lejos de haberse erradicado, el robo de hidrocarburos sigue siendo una de las principales fuentes de financiamiento para el crimen organizado.
En 2018, el presidente Andrés Manuel López Obrador lanzó su cruzada para acabar con el huachicol. La estrategia, que incluyó el cierre de ductos y el despliegue de militares, incluso provocó desabasto de gasolina en varias regiones. Funcionó para reconfigurar el delito, pero no para exterminarlo.
Pese a ello, el presidente ha sostenido un discurso constante de victoria:
“Ya no hay robo de combustible como antes, ya lo tenemos bajo control.” (21 de enero de 2019)
“Se logró reducir el huachicol en casi su totalidad.” (2 de enero de 2023)
La magnitud del último decomiso, sin embargo, contradice esa narrativa. Quince millones de litros no son residuos de un negocio moribundo, sino evidencia de una estructura criminal que sigue viva y operando con fuerza.
El robo de combustible en México tiene dos rostros. El más visible: ductos perforados, pipas clandestinas, tomas ilegales en terrenos baldíos. El otro, mucho más complejo, es el llamado huachicol fiscal, donde empresarios importan combustible desde Texas o utilizan facturas falsas para evadir impuestos, mezclando lo legal con lo ilegal hasta hacerlo casi indistinguible.
Ambos rostros coinciden en algo: requieren redes de complicidad institucional. Policías locales, funcionarios aduanales, operadores políticos y hasta altos mandos en dependencias estratégicas se convierten en piezas clave. Sin su participación —o su omisión—, sería imposible mover semejantes volúmenes de combustible ilegal sin ser detectados.
Casos como el de Sergio Carmona Angulo, asesinado en 2021, ilustran hasta qué punto las redes del huachicol logran tejer vínculos con el poder político. Carmona, apodado “El Rey del Huachicol”, amasó una fortuna gracias al contrabando de combustibles y fue señalado en investigaciones periodísticas y denuncias judiciales en Estados Unidos por supuestamente financiar campañas políticas en México. Su asesinato y el posterior atentado contra su viuda exhiben que, más allá de las cifras oficiales, el huachicol es también una guerra por territorios, rutas y silencios comprados.
El golpe anunciado por García Harfuch es relevante, sí. Pero también revela la dimensión real del problema. Mientras en Palacio Nacional se afirma que el huachicol está casi extinto, en los corredores clandestinos del país corren millones de litros y millones de pesos.
La diferencia con gobiernos anteriores es que, hoy, al menos se reconoce públicamente la existencia del fenómeno y se anuncian aseguramientos. Sin embargo, el gran reto es llevar esas cifras al terreno judicial. Los decomisos lucen impresionantes en los boletines, pero mientras no haya sentencias firmes y redes desmanteladas, el huachicol seguirá siendo un negocio seguro.
Como apuntó el propio Harfuch tras informar del aseguramiento:
“Este es uno de los golpes más significativos, pero no significa que el problema haya terminado.”
Quizá la frase que mejor resume el momento es:
“Aunque el presidente López Obrador aseguró en varias ocasiones que el huachicol estaba prácticamente erradicado, el aseguramiento de más de 15 millones de litros revela que el negocio del robo de combustible sigue operando cada día. Al mismo tiempo, evidencia que la política pública en materia de seguridad ha dado un giro de 180 grados: lo que antes era permitido, ahora se persigue.”
Pero mientras las autoridades celebran sus golpes, el negocio sigue respirando, entre ductos clandestinos, documentos falsificados y complicidades que, hasta hoy, no han sido desmanteladas por completo.