REDACCIÓN - 09 Jul 2025

La infancia asesinada y la retórica vacía


“En México, la infancia no sólo es invisible; es, cada vez más, prescindible.”


Esta semana, México se estremeció una vez más ante el asesinato de cuatro vidas que apenas comenzaban a florecer: Brenda, Dana, Dana Paola y Keyla, de 28, 11, 11 y 9 años, respectivamente. Madre e hijas, halladas sin vida a un costado de la carretera 36 Norte, en Hermosillo, Sonora. Fueron asesinadas, presumiblemente, por quien compartía techo y vida con ellas: la pareja sentimental de Brenda, vinculada al narcomenudeo. Una prueba más de que en México la violencia feminicida no distingue edades ni inocencia: devora a las mujeres y, cada vez con más frecuencia, a sus hijos.


Pero ése no fue el único horror. En Ecatepec, un niño de apenas 4 años, cuyo nombre no ha sido divulgado por las autoridades, fue asesinado presuntamente por su padrastro, tras días de violencia intrafamiliar. En Juárez, Chihuahua, dos hermanos, Gael (10 años) y Eduardo (6 años), murieron baleados dentro de su casa. La hipótesis es que su padre, ligado a actividades criminales, era el blanco real. Y en Tijuana, un niño de 11 años, también aún sin nombre revelado, fue hallado muerto en un lote baldío, con signos de abuso sexual.


Son historias distintas, pero unidas por un mismo patrón: la desprotección absoluta de la niñez mexicana.


Entre enero y mayo de 2025, 570 menores han sido asesinados en México, uno cada ocho horas. Son cifras oficiales, no especulaciones. En lo que va del sexenio de Claudia Sheinbaum, 734 niños y adolescentes han perdido la vida víctimas de homicidio doloso, lo que significa un incremento del 9.1 % respecto al mismo periodo del sexenio anterior. La infancia mexicana vive, literalmente, una emergencia humanitaria. Y, sin embargo, el debate público apenas roza la superficie.


Porque la muerte de niños en México no es sólo consecuencia de balas perdidas en el fuego cruzado del narco. Es también el saldo de la violencia intrafamiliar que se multiplica en hogares fracturados, hundidos en la precariedad, y de instituciones incapaces de prevenir el terror que se gesta puertas adentro.


Y cuando los hechos sacuden, el Gobierno responde con fórmulas previsibles: “tolerancia cero”, “justicia pronta”, “investigación a fondo”. Palabras que son más actos de contrición pública que soluciones. En Sonora, el gobernador Alfonso Durazo prometió justicia “sin impunidad”. La presidenta Sheinbaum exigió el esclarecimiento “caiga quien caiga”. Pero mientras se pronuncian esos discursos, la cifra de niños asesinados sigue creciendo.


La violencia que golpea a los niños está ligada de forma directa a las estructuras criminales que han colonizado territorios enteros y a la indolencia institucional. Y lo más alarmante es que incluso los feminicidios, fenómeno ya gravísimo, están arrastrando a los menores como víctimas colaterales. Brenda Carolina y sus hijas no fueron asesinadas sólo por ser mujeres o niñas: lo fueron por habitar el mismo espacio que un hombre violento. La violencia de género y la violencia infantil son dos caras del mismo fenómeno social, armado hasta los dientes.


Mientras tanto, el aparato de justicia se debate entre la burocracia y la parálisis. En Hermosillo, vecinos denunciaron semanas antes gritos y violencia en la casa de Brenda y sus hijas. Nadie intervino. Ni una patrulla. Ni un DIF que llegara a verificar el entorno familiar. Ni un juzgado que dictara órdenes de protección.


Pero la política cuatroteísta es hábil para la narrativa. La indignación oficial se enciende rápido. Se postea, se tuitea, se condena. Y, luego, se olvida. Hasta el próximo niño asesinado, que podría registrarse en ocho horas, o menos.


No hay política de Estado para prevenir estas muertes. No existen sistemas de alerta temprana eficaces, ni presupuestos suficientes para refugios, ni protocolos que se apliquen de forma uniforme en el país. Hay leyes, sí. Pero están escritas en papel mojado. Entre la Ley General de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes y la realidad hay un océano de impunidad.


Y en ese vacío institucional, el crimen organizado ha encontrado territorio fértil. Las mafias no sólo reclutan jóvenes: utilizan la violencia extrema, incluidos los asesinatos de niños, como mensajes de terror para imponer su dominio. Los niños, entonces, dejan de ser sujetos de derechos y se convierten en instrumentos de guerra o en daños colaterales.


La pregunta no es por qué matan a los niños. La pregunta es por qué en México se puede matar niños sin que pase nada.


¿Dónde está el Estado que juró protegerlos? ¿Cuándo dejamos de estremecernos?


Si algo revela el asesinato de Brenda Carolina y sus hijas es la crueldad que se ha vuelto cotidiana y la falsa normalidad que cubre estas muertes como si fueran hechos aislados. No lo son. Son piezas de un mismo rompecabezas sangriento que exhibe las fracturas de nuestra seguridad, de nuestra justicia y, sobre todo, de nuestra humanidad.


Los niños asesinados esta semana, y los 570 de este año, no son sólo cifras. Son el epitafio de un Estado que se dice protector de las infancias, pero que en la realidad los ha dejado huérfanos.

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