REDACCIÓN - 26 Jun 2025

✍️Criticar al régimen, oficio de alto riesgo

Por Jair Miquel


En México, la censura del siglo XXI no se decreta: se administra. No se impone desde un boletín oficial, sino desde una conferencia matutina. No necesita tribunales, sino recursos públicos, estigmas verbales y operadores en los medios. El sexenio de López Obrador instauró un régimen informal, pero meticulosamente estructurado, de coacción discursiva, purga simbólica y control indirecto. A su paso, dejó un saldo preocupante: la libertad de expresión fue arrinconada sin que se tocara una sola línea de la Constitución.


El fenómeno no se reduce al estilo de gobernar. Es un modelo de dominación mediática que combinó la popularidad presidencial con la degradación sistemática de sus críticos. En lugar de encarar la crítica, se le vació de legitimidad. En vez de contradecir argumentos, se desacreditaron personas. La prensa incómoda fue presentada como parte de un “bloque reaccionario”, no desde una nota de opinión, sino desde el púlpito del poder.


La estructura es simple y eficaz: estigmatización en la mañanera, presión a concesionarios, desplazamiento editorial y sustitución por propagandistas. La lista de periodistas que perdieron espacios en radio durante ese sexenio supera los treinta. Ángel Verdugo fue uno de los pocos que lo denunció públicamente. Otros, como Azucena Uresti, salieron sin explicaciones. En su caso, el presidente exigió que ella misma las ofreciera. Es decir, no bastó con excluirla: también se le impuso la carga de justificar su exclusión. En paralelo, figuras como Arturo Ávila, Julieta Ramírez o Epigmenio Ibarra ocuparon esos vacíos con entusiasmo servil. No les importó el descrédito ni la humillación pública: se asumieron como voceros del régimen, encargados de fabricar la legitimidad narrativa que la realidad ya no podía sostener por sí sola.


Ciro Gómez Leyva vivió uno de los episodios más representativos de este cerco. En febrero de 2022, publicó en redes un mensaje breve pero elocuente: “Ha sido un honor trabajar en Imagen.” No fue una renuncia formal, pero sí una alerta. Días después, reconoció diferencias editoriales con la producción del noticiario, y aunque no abandonó el espacio de inmediato, quedó claro que la presión había llegado. No fue el único momento tenso. En diciembre de ese mismo año, Ciro fue víctima de un atentado armado. Su vehículo blindado evitó una tragedia. La respuesta de López Obrador fue devastadora en lo simbólico: insinuó, sin pruebas, la posibilidad de un autoatentado. Plantó la duda. No ofreció solidaridad: ofreció sospecha. La víctima fue revictimizada desde el poder.


Más allá de los micrófonos, la violencia simbólica adquirió formas preocupantes. Mujeres periodistas fueron interpeladas desde Palacio Nacional con apelativos como “mi amor” o con apellidos deliberadamente mal pronunciados. En febrero de 2024, el presidente ordenó hacer públicas sus declaraciones patrimoniales y números telefónicos, incluyendo los de Azucena Uresti y Denise Dresser. Lo que el régimen presentó como transparencia, fue en realidad un acto deliberado de exposición, de vulneración de la privacidad y, por tanto, de intimidación.


A esta violencia desde el Ejecutivo se sumaron resoluciones judiciales que configuran un cuadro aún más alarmante. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación determinó que López Obrador cometió violencia política de género en contra de Xóchitl Gálvez y Carolina Viggiano, al utilizar estereotipos para denostar sus capacidades públicas. Más aún: se acumularon más de veinte medidas cautelares por uso indebido de recursos públicos y violación a principios de imparcialidad durante procesos electorales, mediante la reiterada difusión de propaganda personalizada en las conferencias matutinas.


Incluso el derecho de réplica, que el presidente invocaba con frecuencia, le fue negado a sus opositoras. En el caso de Xóchitl Gálvez, un tribunal colegiado le concedió el amparo para ejercer réplica, reconociendo que las mañaneras son un canal institucional de comunicación sujeto a reglas democráticas. Denise Dresser obtuvo otro amparo en agosto de 2024. El poder judicial, pese a todo, terminó reconociendo que el espacio presidencial no podía convertirse en un monólogo de impunidad retórica.


En los estados, la lógica se replicó con eficacia. En Puebla, se aprobó una ley para castigar insultos en redes sociales con hasta tres años de prisión, bajo el ambiguo concepto de “ciberasedio”. En Campeche, el periodista Jorge Luis González fue perseguido judicialmente, obligado a cerrar su medio digital, y amenazado con perder su patrimonio por presuntas incitaciones al odio. En Sonora, una ciudadana fue sancionada por criticar al diputado Sergio Gutiérrez Luna, bajo el argumento de violencia política de género, pese a que lo único que hizo fue señalar un posible caso de nepotismo.


Todo esto no es una suma de excesos individuales. Es un método de poder, un sistema operativo sin reforma ni decreto, pero con efectos reales y estructurales. La columna ¿Qué demonios, Noroña?, escrita en estas páginas hace semanas, no fue un desahogo personal, sino una advertencia. La escena de un senador exigiendo disculpas públicas a un ciudadano en el Senado —por haberlo increpado en un aeropuerto— fue una miniatura del problema: el poder como escenografía, la humillación como recurso, el castigo como gesto pedagógico.


La mordaza del siglo XXI no necesita Estado de excepción. Opera bajo la apariencia de normalidad institucional. No clausura periódicos, pero sí bloquea financiamientos. No encarcela por escribir, pero sí obliga a silenciarse por conveniencia. Y lo más grave: no ha sido desmontada. Persiste, latente, funcional. El nuevo gobierno no ha asumido el desafío ético y jurídico de desactivar este aparato invisible que domesticó la crítica mediante miedo, desgaste y cooptación.


Hay quien cree que la libertad de expresión es una prerrogativa abstracta, un derecho que se protege solo en las leyes. Se equivocan. La libertad de expresión no es una cláusula constitucional: es una práctica viva que se oxida cuando no se ejerce. Y en México, tras seis años de hostilidad sistemática, esa práctica está herida. No por lo que se dijo desde el poder, sino por todo lo que se dejó de decir desde el resto.


No fue censura formal. Fue algo peor: fue la construcción de una atmósfera donde el silencio resultaba más rentable que el disentimiento.

Etiquetas: