Por Redacción Inédito MX
Edición especial
La aprobación en fast track de la nueva Ley General de Aguas en la Cámara de Diputados abrió una de las discusiones más tensas de la agenda nacional en los últimos meses. A pesar de la magnitud del cambio legal —que redefine el control del agua en México, reordena facultades, crea delitos y rompe el modelo de concesiones heredado de los años noventa—, la discusión se realizó en una sesión maratónica, sin análisis técnico público y con protestas que se multiplicaron en estados del norte y centro del país.
Organizaciones campesinas, legisladores de oposición, académicos, ambientalistas y comunidades indígenas advierten que la llamada “ley humanista” del gobierno federal nace con un déficit democrático y un potencial de conflicto que el oficialismo se resiste a reconocer.
El proceso legislativo marcó el tono de la crítica.
El dictamen circuló horas antes de su votación en comisiones. La mayoría parlamentaria —alineada al gobierno federal— aprobó la dispensa de trámites y llevó el documento al pleno en cuestión de horas. No hubo foros amplios, ni se atendió la exigencia constitucional de consulta indígena, pese a que la ley afecta directamente territorios, sistemas comunitarios de agua y normas tradicionales de uso.
La oposición lo calificó como una imposición legislativa, comparándola con el procedimiento utilizado para reformas polémicas de sexenios anteriores.
Un diputado del PAN sintetizó el malestar:
“No es una ley para el agua; es una ley para el control.”
El corazón de la ley está en su apuesta por la centralización estatal del recurso hídrico. El nuevo marco legal anula la posibilidad de transmitir concesiones de agua entre particulares y refuerza atribuciones gubernamentales para modificar, revisar, suspender o negar derechos de uso.
Para el gobierno, este modelo corrige décadas de “privatización silenciosa”. Para sus críticos, abre una etapa de incertidumbre jurídica que afecta a:
La preocupación es transversal: sin garantías de renovación o transmisión, las concesiones dejan de ser activos seguros. Economistas del Colegio de México advirtieron que la ley “rompe la línea de continuidad patrimonial” en regiones donde el agua determina la productividad y el valor de la tierra.
La inconformidad más visible está en el campo mexicano.
Campesinos del norte realizaron bloqueos con tractores, cierres carreteros y manifestaciones frente a organismos federales. Su argumento es directo: sin la posibilidad de transmitir concesiones, se pierde valor patrimonial y se profundiza la vulnerabilidad frente a la sequía, que ya afecta a 29 de las 32 entidades del país.
Un dirigente agrícola en Chihuahua fue más allá:
“No es una reforma; es el último clavo en el ataúd del campo.”
Organizaciones acusaron al gobierno de ignorar diagnósticos técnicos y de asumir que el problema del agua es administrativo, cuando en realidad es estructural: falta infraestructura, hay sobreexplotación de acuíferos y se carece de una política nacional de captación, tratamiento y distribución.
La ley —dicen— no resuelve la crisis, solo reorganiza el poder.
La ley incorpora por primera vez en México un catálogo de delitos hídricos. Alterar cauces, desviar agua, abrir canales no autorizados o modificar infraestructura pueden ameritar multas y cárcel.
Si bien organizaciones ambientalistas celebran que se sancione la depredación, especialistas advierten que la redacción ambigua puede derivar en una criminalización de prácticas tradicionales.
Comunidades rurales que por décadas han construido bordos, zanjas de captación o tomas artesanales temen que la autoridad interprete sus acciones como “aprovechamientos ilegales”.
La preocupación se agrava en zonas donde la autoridad hídrica ha sido históricamente débil o está bajo influencia política local.
Un antropólogo de la UNAM alertó:
“La ley no distingue entre un delincuente ambiental y un campesino que intenta salvar su cosecha.”
Más de 20 organizaciones indígenas denunciaron que la ley se aprobó sin consulta previa, libre e informada, violando la Constitución y el Convenio 169 de la OIT.
La ley impacta directamente:
Juristas consultados anticipan que se presentarán acciones de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte. Algunos estados con fuerte presencia indígena consideran llevar el tema a controversia constitucional.
La ley promete auditorías hídricas, sistemas de monitoreo, gestión científica de cuencas y fortalecimiento institucional. Pero no detalla:
Sin inversión pluvial, obras de captación, tratamiento y reparación de fugas —que representan hasta el 40% del agua perdida en zonas urbanas—, la reforma corre el riesgo de quedar en un plano normativo sin efecto real.
En el trasfondo está el Tratado de Aguas de 1944, que obliga a México a entregar agua del Río Bravo. En años recientes el país ha tenido dificultades para cumplir, generando tensiones con Texas y autoridades federales estadounidenses.
Expertos en política exterior han advertido que cualquier alteración en la gestión interna del agua podría detonar presiones diplomáticas o incluso medidas comerciales.
La ley no aclara cómo garantizará el cumplimiento internacional en un contexto de sequía extrema.
La combinación de cuatro factores —escasez, desconfianza, centralización y criminalización— coloca al país en una fase de alta sensibilidad política.
Mientras el gobierno celebra la aprobación como un acto de justicia social, los sectores inconformes ven en la reforma un mecanismo de control político y un riesgo operativo.
México enfrenta, quizá como nunca antes, el dilema de cómo administrar un recurso estratégico en medio de crisis climática, tensiones sociales y una profunda desigualdad territorial.
La Ley General de Aguas será, sin duda, el campo de batalla donde se ponga a prueba la relación entre el Estado, el campo, la industria y las comunidades del país.
El conflicto apenas comienza.