Hay momentos en los que el mundo parece caminar hacia atrás. No por falta de tecnología, sino por ausencia de sensatez. No por carencia de información, sino por desprecio a la memoria.
Creímos que ciertas cosas estaban superadas, enterradas en los libros de historia como advertencia, no como manual de repetición.
Pensamos que las guerras entre naciones soberanas eran cosa de otro tiempo. Que después del Holocausto, de Hiroshima, del muro de Berlín, el mundo había entendido que la violencia solo deja ruinas.
Y hoy, otra vez, vemos territorios bombardeados, poblaciones desplazadas, crímenes de guerra transmitidos en tiempo real. Es el mundo de la inteligencia artificial, pero con la misma brutalidad de siempre.
Pensamos también que los países democráticos, con instituciones cada vez más consolidadas, ya no serían escenarios de regresión autoritaria.
Pero en México, la elección directa de un poder del Estado, como lo es el Judicial, nos recuerda que ningún avance es irreversible. Se presentó como reforma, pero huele a revancha; se disfrazó de justicia, pero implica concentración de poder.
Creímos que ya habíamos entendido el valor del equilibrio entre poderes. Creímos que eso no volvería a discutirse.
Y lo que es aún más doloroso: creímos que la conciencia social nos había vuelto más empáticos, más justos.
Que después de pandemias, movimientos globales y redes de información abiertas, la sociedad sería menos manipulable, más crítica.
Pero vemos con asombro cómo resurgen discursos de odio, cómo se niega el cambio climático, cómo se ataca a periodistas, cómo se discrimina a comunidades migrantes que han construido ciudades, y cómo se normalizan decisiones y actitudes que en otro tiempo habrían sido impensables.
Hoy, además, hay un afán desmedido por una vida de lujos que se parezca más a lo que vemos en redes sociales que a los valores reales, como la honradez y el trabajo, con los que crecieron millones de familias.
Se confunde éxito con apariencia, influencia con razón, viralidad con verdad.
Vivimos atrapados en escaparates digitales donde la empatía estorba y la reflexión aburre. Y en ese ruido, se van perdiendo las convicciones que alguna vez creímos firmes.
No se trata de pesimismo. Se trata de recordar que nada está ganado para siempre. Que el progreso no es una línea recta. Que la historia puede repetirse si dejamos de defender con fuerza lo que creíamos conquistado.