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Corridos tumbados un síntoma, no el problema.

Vivimos en una época en la que la inmediatez ha colonizado nuestra forma de percibir el mundo. El tiempo —ese recurso que la cultura clásica enseñaba a habitar con profundidad— ha sido sustituido por la velocidad como virtud. Un video de 16 segundos en TikTok tiene hoy más poder de persuasión que una clase entera de filosofía o que una sinfonía completa.

 

En ese ecosistema, El pensamiento se fragmenta, la atención se disuelve, y el arte —entendido como experiencia estética compleja— queda marginado. ¿Cómo puede competir Bach, con sus fugas que requieren paciencia y escucha activa, con una base rítmica de tres acordes y una letra simplista que entra directo al algoritmo? ¿Cómo esperamos que Tchaikovsky, con su riqueza emocional, o Moncayo, con su identidad sonora mexicana, sean referentes culturales si los espacios donde podrían ser comprendidos han sido reemplazados por scrolls infinitos?

 

No, el problema no son los corridos tumbados. Tampoco la música bélica. Son síntomas. Lo verdaderamente preocupante —y lo que nadie se atreve a decir con todas sus letras— es que durante el sexenio pasado, la narcocultura encontró no solo terreno fértil, sino legitimación simbólica desde Palacio Nacional.

 

Hoy, algunos gobernadores —en un acto de oportunismo o quizá de negación— intentan tapar el sol con un dedo. Prohibir conciertos de que se yo: -Peso Pluma o El Komander, como si censurar fuera una cura eficaz contra la violencia. Pero el germen, el virus, la semilla que permitió que hoy un joven escuche los crímenes de un capo y lo tenga como ídolo… no nació en la radio, la radio solo toca lo que la gente está oyendo.

 

Es precisamente en este punto donde la figura que ejerce mayor influencia sobre la psique colectiva —es decir, sobre los imaginarios, las emociones y los códigos simbólicos de una sociedad— asume también la carga de una responsabilidad proporcional. En el México contemporáneo, ese lugar ha sido ocupado por Andrés Manuel López Obrador. Su palabra, su gesto y su silencio han operado como moduladores de sentido en el espacio público, configurando no solo la agenda política, sino también la sensibilidad cultural de toda una generación.

 

Entonces;

¿Qué mensaje se manda cuando se ordena la liberación de un hijo del narco, porque “era más prudente evitar una masacre”?

¿Qué clase de república puede formar ciudadanos cuando el presidente se refiere públicamente como “señor” a un criminal buscado por la DEA?

¿Qué ética puede sostenerse cuando el jefe del Estado justifica saludar a la madre de un narcotraficante —con cámaras y todo— bajo el argumento de “la cortesía”?

La narcocultura siempre ha existido, pero nunca con la potencia, la explícita glorificación y el alcance que tiene hoy. Antes, los corridos narraban una realidad dura; ahora, transformados por la lógica de las redes sociales como TikTok, son aspiraciones de vida: los capos ya no son solo protagonistas, son ídolos, símbolos de éxito, poder y estatus.

 

Y cuando este discurso circula libremente entre niños y jóvenes, deja de ser entretenimiento para convertirse en molde de subjetividades. En este contexto, como se señaló anteriormente, quien ocupa el mayor lugar de resonancia simbólica tiene una responsabilidad aún mayor. Porque con los recursos casi ilimitados del poder ejecutivo, sus acciones no solo influyen: configuran el imaginario colectivo.

 

López Obrador no creó al narco, por supuesto. Pero sí lo normalizó. Lo domesticó en el discurso. Lo sacó del rincón oscuro de la clandestinidad para instalarlo en la mesa del debate político como un actor con el que se puede “dialogar”, como un mal necesario.

 

No es casualidad que, bajo su mandato, los corridos bélicos hayan tenido su auge. Porque la música, como la política, es reflejo del espíritu de la época. ¿Cómo no iban a florecer canciones que narran lujos, fusiles y traiciones, si el propio presidente hablaba de “abrazos y no balazos”? ¿Cómo esperar que un joven prefiera ser ingeniero, si su ídolo en TikTok aparece con carros blindados, fajos de billetes y respeto territorial?

El problema no es la música. Es el mensaje.

 

Y no se puede ahora, como hacen algunos burócratas moralistas, escandalizarse por una letra violenta, cuando durante seis años se evitó nombrar al crimen organizado con toda su crudeza. ¿O ya se nos olvidó que desde Palacio Nacional en 2021 se dijo que durante las elecciones los delincuentes se habían “portado muy bien”? Cuando en la misma elección fueron secuestrados más de 80 representantes de casilla en Sinaloa.

 

No. No se puede condenar a un cantante por narrar lo que el Estado permitió que ocurriera: el crecimiento del poder del narco, su infiltración en comunidades, su glorificación como alternativa de vida.

 

Sí, es cierto: los corridos tumbados deberían preocuparnos. Pero mucho más debería preocuparnos que, en lugar de combatir las causas profundas de esta cultura —la desigualdad, la impunidad, la corrupción—, se prefiera criminalizar a los músicos y no a los políticos que les allanaron el camino.

 

El daño simbólico ya está hecho. Porque mientras en las calles los jóvenes cantan lo que viven o aspiran a vivir, en la memoria colectiva ya quedó grabado el gesto de un presidente que saluda a una madre… no por humanidad, sino por cálculo.

 

Y eso, con todo respeto, no se borra con censura. Se borra con verdad.