REDACCIÓN - 06 Aug 2025

La UIF que nunca funcionó

En México, pocas instituciones han gozado de tanto prestigio aparente como la Unidad de Inteligencia Financiera, y pocas lo han dilapidado con tanta eficacia. Creada para seguir el rastro del dinero sucio y desmantelar las redes financieras del crimen, la UIF terminó siendo una herramienta fallida —cuando no directamente pervertida— por la lógica del poder. Pablo Gómez, su actual titular, representa quizá el momento más bajo de esa trayectoria. Pero el problema no comenzó con él. La historia del desvío institucional de la UIF es más larga, y más grave.


Su génesis moderna se sitúa en el sexenio de Enrique Peña Nieto, cuando se designó al abogado Alberto Bazbaz como titular de la Unidad. Sí, el mismo Bazbaz que cerró de forma polémica el caso Paulette como procurador mexiquense, sin que hasta la fecha exista una explicación que no roce lo grotesco. Su paso por la UIF fue discreto, pero no por ello irrelevante: la estructura se consolidó como un órgano sin contrapesos, opaco en su operación y sumiso ante el Ejecutivo. La rendición de cuentas era inexistente, y los resultados concretos se medían más en lealtades que en decomisos.


Con la llegada de la 4T, la UIF pareció entrar en una nueva fase bajo Santiago Nieto. Se presentó como cruzado contra la corrupción, un Savonarola de los estados financieros. Pero en realidad, la unidad se convirtió en maquinaria de vendetta: se filtraban expedientes, se bloqueaban cuentas sin orden judicial, y se tejían linchamientos mediáticos que violaban sistemáticamente la presunción de inocencia. Gobernadores opositores eran exhibidos en horario estelar mientras las redes financieras de los aliados permanecían intocadas. Como advirtió entonces la propia Suprema Corte, los bloqueos se realizaban sin debido proceso y sin control judicial, abriendo paso a un “castigo anticipado” más propio de regímenes punitivos que de democracias liberales.


Y luego vino Pablo Gómez.


Figura emblemática de la izquierda moralista de los años setenta, su paso por la UIF ha estado marcado por la omisión, la opacidad y la claudicación. Lo que no fue capaz de construir, tampoco fue capaz de preservar. Esta semana, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos reveló vínculos entre entidades financieras mexicanas como Vector Casa de Bolsa, CI Banco e Intercam con redes de lavado vinculadas al narcotráfico. No se trata de informes menores, sino de investigaciones formales que, en cualquier país con mínima soberanía moral, habrían detonado una revisión urgente del sistema financiero.


Pero no. Pablo Gómez no lo vio. O no quiso verlo. O no le permitieron hacerlo.


Y aquí aparece el verdadero rostro del régimen: la caquistocracia —si se me permite utilizar el término que con tanta precisión acuñó el diputado Germán Martínez— hace lo que mejor sabe: no pidió la renuncia de Gómez, lo premió. Lo mandó a encabezar una reforma electoral. Es decir, a rediseñar el sistema político que no fue capaz de fiscalizar. A reescribir las reglas del juego después de haber cerrado los ojos ante los mecanismos que lo corrompen.


La designación del mercenario político Pablo Gómez como presidente de la Comisión para la Reforma Electoral confirma lo que pretende la presidenta y su partido: imponer reglas que garanticen a Morena y a sus partidos satélites mantenerse a huevo al frente de los tres poderes de la Unión. Gómez —quien jamás ha ganado una elección y ha vivido del presupuesto como eterno legislador plurinominal— tiene una misión clara: desaparecer esa misma figura plurinominal que lo sostuvo durante décadas, para construir mayorías absolutas autoritarias que eliminen la representación proporcional y desconozcan al resto de las fuerzas políticas.


El hecho de que en Veracruz, Morena haya perdido 713,380 votos respecto de la elección intermedia del año pasado, les encendió todas las alarmas. Y no buscan corregir su relación con el electorado. Pretenden corregir las reglas del juego. Hoy se han quitado la máscara. Van por el asalto absoluto del Poder Legislativo, con el contubernio de un Poder Judicial domesticado, elegido entre sus propios militantes.


La ridícula frase “¿Cuánto gana Loret?” —convertida en mantra palaciego— ilustra de cuerpo entero la dinámica de trabajo de la UIF en estos años: perseguir críticos, escudriñar a periodistas, fabricar expedientes a conveniencia. En lugar de, como diría el clásico americano, follow the money. Esa era —y sigue siendo— la misión: seguir el dinero. Pero aquí se optó por seguir al enemigo.


La crisis no es sólo de eficacia: es de propósito institucional. La UIF nunca ha sido un organismo autónomo. Ha funcionado como caja negra del poder, capaz de incriminar con velocidad quirúrgica y de exonerar con la misma eficiencia. Como ha documentado el CIDE, su arquitectura le impide tener independencia real y su desempeño ha estado marcado por un patrón de justicia selectiva. Los casos no se priorizan por su gravedad, sino por su utilidad política.


Y sin embargo, lo que Estados Unidos ha ventilado golpea el corazón del proyecto obradorista. Porque los vínculos no son con actores periféricos, sino con entidades cercanas a Alfonso Romo y al circuito financiero que sostuvo al obradorismo empresarial. Por eso la omisión de Gómez no es solamente negligencia: es complicidad silenciosa. Al no investigar, protege. Al callar, encubre.


Hoy, ese mismo personaje se prepara para encabezar una reforma que lo obligará —o debería obligarlo— a tragarse medio siglo de discurso. Porque durante cinco décadas, Pablo Gómez fue un crítico feroz del presidencialismo, del partido de Estado, del clientelismo y de la hegemonía. Hoy es su operador principal. Y eso, más que una traición, es una confesión.


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