Hay decisiones que no se explican por la letra de la ley, sino por las costuras del poder. Lo que ocurrió en la última sesión del INE no fue simplemente la validación de una elección judicial viciada: fue el acto simbólico en el que la democracia constitucional terminó por rendirse ante la lógica del oficialismo territorial. Y en el centro del escenario, sin querer parecerlo pero siéndolo, estuvo Carla Humphrey, consejera electoral y esposa de uno de los operadores más obsesionados con la Casa de la Corregidora: Santiago Nieto.
Desde hace años, Nieto no ha ocultado su deseo de gobernar Querétaro. Ha sido más constante que hábil, más visible que estratégico. Pero lo que le falta de estructura, lo compensa con una convicción casi religiosa: la creencia de que la candidatura le pertenece por derecho de desgaste, por su pasado como presunto “perseguidor de corruptos” y su supuesta cercanía con el Obradorato vía Ebrard. Es, como diría el lenguaje judicial, un aspirante con intereses directos y personales en el desenlace de cada disputa nacional.
La pregunta que muchos eludieron en voz alta, pero que flota como humedad en cada rincón del argot político, es simple: ¿qué habría pasado si Carla Humphrey hubiera sido el voto decisivo para anular la elección judicial? Lo que habría pasado es que Santiago Nieto habría enterrado, en ese mismo acto, su última posibilidad de ser candidato a gobernador por Morena.
Porque ningún régimen —ni siquiera uno que se dice democrático— perdona a quien traiciona la operación. Porque la presidencia no se gana por méritos, se gana por obediencia. Y la obediencia, en este caso, era muy clara: dejar pasar la elección judicial como un trámite, aunque haya sido guiada por acordeones y estuviera repleta de urnas embarazadas, boletas planchadas y votos que olían a clientela.
Lo escandaloso no es solo que Carla haya votado a favor. Lo verdaderamente preocupante es que lo haya hecho bajo el argumento de la legalidad técnica, mientras ignoraba la ilegitimidad democrática. Que dijera que el INE no tiene facultad para anular la elección es, en lo formal, sólido. Pero en lo político, cobarde. El INE no tenía por qué anular, pero sí tenía la obligación de denunciar el fraude con toda la fuerza simbólica de su autonomía. Y eso, Carla no lo hizo.
¿Es injusto suponer que su voto estuvo influido por la carrera de su esposo? Totalmente. Pero también es ingenuo suponer que no. Porque la ética pública no se mide solo por lo público, sino también por lo personal. Y cuando un consejero electoral que salva una elección manchada es la pareja de un político en campaña, todo el sistema democrático queda hipotecado.
Los seis consejeros que avalaron se presentan como técnicos, como neutrales, como juristas de élite. Pero el voto que emitieron no fue neutro. Fue un voto funcional al régimen, a la validación de lo que Germán Martínez llamó “la caquistocracia” y a la narrativa de éxito de la 4T. Y —no lo olvidemos— en ese cruce de caminos, el derecho fue el disfraz de una decisión política.
La democracia, mientras tanto, sigue esperando consejeros que no teman perder algo personal por defender algo público.