En México, las guerras nunca empiezan cuando estallan las balas, sino cuando alguien decide hablar. Por eso la guerra contra el narco, durante décadas, ha sido una coreografía de silencios: se detiene a los grandes capos, se les exhibe esposados, se publican comunicados triunfalistas, pero se les calla antes de que sus lenguas se suelten. Porque si algo podría incendiar no sólo a los cárteles, sino al sistema político mexicano en su conjunto, son los secretos que esos hombres llevan en la memoria.
Hoy, el hombre en la antesala de romper ese silencio se llama Ovidio Guzmán López. Hijo del Chapo. Ídolo de corridos. Pieza clave en la maquinaria del fentanilo que convierte a las calles de Estados Unidos en cementerios invisibles. Extraditado en septiembre de 2023, Ovidio no sólo está preso en Chicago; está en posición de dinamitar pactos de poder cuidadosamente tejidos durante años. Y no lo hará solo: diecisiete de sus familiares han ingresado a suelo estadounidense bajo visas humanitarias, un gesto que en la diplomacia judicial suele significar protección para futuros testigos cooperantes.
Hoy mismo, en la Corte del Distrito Norte de Illinois, Ovidio comparece en una audiencia crucial. Se espera que se declare culpable de conspiración para distribuir drogas y lavado de dinero. Es una escena breve pero cargada de historia: en Estados Unidos nadie se declara culpable a medias si no es para negociar algo a cambio. Y lo que Ovidio podría entregar no es menor. Los fiscales estadounidenses preparan el terreno para un acuerdo de cooperación que podría convertirlo en testigo protegido, el primero de los hijos del Chapo en dar un paso así. Su testimonio podría incluir rutas de precursores químicos, nombres de funcionarios que han protegido redes criminales, empresarios que lavan fortunas en cuentas bursátiles, y políticos a quienes se les han financiado campañas con narcodólares. En quince minutos de audiencia, Ovidio podría empezar a desbaratar una red de protección que incluye no sólo al narco, sino también a actores políticos, autoridades y estructuras financieras. Porque esa declaración ya tiene nombres, apellidos y frentes abiertos: desde Chicago, podría derrumbar los alpinos de la narrativa oficial.
En medio de este terremoto informativo, circula una carta atribuida a Ismael “El Mayo” Zambada, publicada incluso por medios nacionales como Proceso, donde el veterano capo relata haber sido emboscado en Estados Unidos y asegura que el día de su supuesta captura tenía prevista una reunión con el gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, y con Melesio Cuen, ex rector de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Aunque su autenticidad no está confirmada, el simple hecho de que tal versión circule revela lo frágil de la frontera que separa política y crimen organizado.
Mientras tanto, en los expedientes estadounidenses aparece otro nombre que empieza a sonar en susurros: Alfonso Durazo, gobernador de Sonora y ex secretario de Seguridad Pública de López Obrador. En entrevista con Adela Micha, el periodista José Luis Chaparro deslizó que Durazo estaría en pláticas con agencias estadounidenses para convertirse en testigo protegido, ante supuestas investigaciones sobre redes de protección tejidas durante su paso por la Secretaría de Seguridad. Chaparro lo advierte sin pruebas definitivas, pero en política basta un rumor para que la estructura entera comience a crujir. De confirmarse, sería una sacudida mayúscula al tablero de la 4T.
Pero la madeja es más profunda. En los FinCEN Files, filtrados desde el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, aparecieron movimientos financieros sospechosos en casas de bolsa mexicanas, entre ellas Vector Casa de Bolsa, institución históricamente ligada al entramado empresarial regiomontano. Aunque Vector no ha sido acusada formalmente ni sancionada, la sola mención de su nombre en documentos sobre lavado de dinero vinculado tanto al Cártel de Sinaloa como a Genaro García Luna —la piñata favorita de la 4T— golpeó políticamente al entorno cercano de López Obrador, pues Vector está vinculada a sectores en los que ha gravitado Alfonso Romo, su ex jefe de Oficina. Para muchos, la publicación de esos documentos no fue casualidad, sino una herramienta de presión de Washington, sabiendo que podía sacudir las entrañas financieras del régimen mexicano.
En este laberinto, hay un nombre que emerge como factor de decisión histórica: Claudia Sheinbaum. No hay evidencia que la vincule con redes criminales. Pero será ella quien tendrá que decidir si permite que las lenguas de Ovidio y otros testigos protegidos narren toda la verdad —con nombres y apellidos— o si opta por proteger silencios en nombre de la estabilidad política. De su voz, o de su silencio, podría depender si México se atreve, por fin, a escribir la verdadera historia del narco, esa que ningún gobierno ha querido contar entera.
Porque si Ovidio habla —y todo indica que hablará— no sólo están en juego las rutas de droga ni los nombres de capos. Está en juego la legitimidad de un sistema entero. Y quizá, por primera vez, se acerque la posibilidad de que la verdadera historia del narco mexicano deje de escribirse en susurros… para convertirse en un estruendo.